Pastoralia by George Saunders

Pastoralia by George Saunders

autor:George Saunders [Saunders, George]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2000-01-01T05:00:00+00:00


EL FINAL DE FIRPO EN EL MUNDO

El niño de la bicicleta pasó por delante de la casa del chino, la casa de la rechoncha y la casa donde el muerto se había estado pudriendo durante cinco días, recordando que el chino lo había llamado malo, la rechoncha había avisado una vez a la policía porque le había lanzado una tuerca a su gato con el tirachinas, y la tipa de la casa del muerto le había preguntado en una ocasión si él, Cody, se lavaba alguna vez los dientes. Un día, cuando hubiera acabado el invento de su rayo miniaturizador especial, les reduciría las casas y los tiraría por el cagódromo mientras las diminutas voces de los tres le suplicarían que fuera clemente y comprensivo; pero él solo les diría: «¿Comprensivo? Pero ¿cuándo habéis sido comprensivos conmigo?». Y desde la taza del váter ellos dirían: «Sí, sí, tienes razón, hemos sido muy malos, tira de la cadena, nos lo merecemos»; pero no, en el último minuto los sacaría y los colocaría en su fiambrera, así los podría enviar en misiones secretas como colocar asquerosos mocos asesinos en el termo de Lester Finn si Lester Finn le preguntaba otra vez en clase de Educación Cívica por qué le olía el trasero a algodón caliente con manchones de mierda incorporados.

Era un hermoso día soleado, había terminado la clase de aerobic en el Centro Recreativo, los coches salían del aparcamiento con el sol reluciendo en los capós, y él pedaleaba por la acera haciendo carreras con los coches a medida que pasaban.

Ahí estaba el sauce de ramas bajas donde tenías que agacharte, ahí el trozo con el cuadrado de acera inclinada que servía de rampa cuando le dabas un fuerte tirón al manillar, cosa que hacía, y la gente se asustaba, y los locutores de la cabina sobre el sauce exclamaban: «¡Ah, toma ese salto como si no existiera el futuro, en cambio los otros corredores se acobardan como si fueran bebés llorones!».

¿Estaban los Dalmeyer en casa?

El coche gris seguía en el camino de entrada.

Tendría que dar otra vuelta.

El día anterior había pillado una espinillera roja de portero de hockey y los tres Dalmeyer se habían puesto a gritarle: «Esa espinillera no, Cody, atontado, nunca jugamos con espinilleras en el camino de entrada porque se rayan, sesos de mierda, son solo para el hielo, ¿tienes una sesera rectal de nacimiento o has ido a clases especiales de sesera rectal, en las lecciones de sesera rectal te enseñan a estropear las cosas de los demás?».

Bueno, sí, había estropeado unas cuantas cosas de los Dalmeyer, sí, con un pincho había rajado una pelota de voleibol nueva, sí, con un clavo había rayado a escondidas un esquí, sí, con una pala le había hecho un corte en la pata a Rudy, el perro de los Dalmeyer, pero eso fue un accidente, había lanzado la pala contra un rosal y al tonto de Rudy se le ocurrió pasar por delante.

Y los Dalmeyer le habían quitado la espinillera



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